martes, 26 de agosto de 2008

Apuntes de Marcelo Di Marco en su libro "Hacer el verso" (altamente recomendado)

Escribir es darle lugar al que lee

Bien decía Novalis que ciertas palabras le corresponden al lector y no al poeta. Por ejemplo, no gano nada si digo:

Me siento insignificante
pero sin embargo tengo grandes esperanzas.

¿A quién le importo escribiendo de este modo? Tal vez a mi terapeuta, al cura o a algún amigo preocupado por lo que yo siento.
Sucede que no es lo mismo ser simple que ser simplote. Ser claro en poesía no significa, apenas, que a uno lo “entiendan clarito”. No debemos confundir concisión y claridad con un mero telegrama, seco y soso:

Me siento insignificante
pero sin embargo tengo grandes esperanzas.

En literatura las cosas no funcionan de esa manera lisa y chata: el verdadero toque poético lo lograré transmitiendo con palabras realmente expresivas esa mezcla de “insignificancia y esperanza”, si es eso lo que quiero decir. Y por “expresivo” entiendo aquello que se atiene al juego de toda comunicación: expresar es, siempre, un “para”. Lo que expreso sale de mí —o, mejor dicho, pasa por mí— “para” llegar al otro. En todo caso, la oración “Me siento insignificante pero sin embargo tengo grandes esperanzas” es una resultante, un corolario que debería correr por cuenta del lector, que así se encargaría de reponer —de completar, digamos— lo que el artista dejó latiendo, implícito, en el discurso.
Convengamos que no es lo mismo decir, como todo hijo de vecino:

Me siento insignificante
pero sin embargo tengo grandes esperanzas.

que, como Fernando Pessoa en el arranque de su “Tabaquería ”:

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Moraleja: la literatura se hace de a dos.


47. Mixtura fina

Hace unos diez años leí cierta encuesta que me llamó la atención. No recuerdo qué medio les preguntaba a los escritores del momento cuáles eran las palabras más bellas de nuestro idioma. Creo que las palmas se las llevó “crepúsculo”, o algún término parecido…
A mi entender, el asunto es una reverenda tontería. No existen palabras más o menos bonitas que otras. Baste observar con detenimiento los tan “bellos” términos que usa Fernando Pessoa en la lección de humildad que citamos en la nota anterior:

Ser.
Nada.
Nunca.
Poder.
Querer.
Aparte.
Eso.
Tener.
Sueños.
Mundo.

La poesía no precisa más que de palabras. Palabras a secas. Palabras “comunes” como las de Pessoa , o “primorosas” como las de Lugones:

El cerro azul estaba fragante de romero,
y en los profundos campos silbaba la perdiz.


El secreto está en la fusión, en la amalgama de realidades divergentes, incluso contrapuestas, que logra el poeta. Esta convergencia de elementos me recuerda a los componentes de una escultura móvil: al entrechocarse azarosamente, se proyectan hacia una zona insospechada de la sensibilidad, creando así otra realidad (paradójicamente ideal, abstracta). Piensen en ese par de versos de Lugones, por poner un ejemplo: en apenas dos líneas el poeta nos ha bombardeado la vista, el olfato y el oído. ¿Y cómo debemos leer lo de “profundos campos”? Sin duda, en una profundidad que trasciende lo paisajístico.
La belleza de las palabras dependerá de que el poeta y el lector las combinen en una dimensión otra, pero común a los dos. Una divergencia convergente, diríamos. El lenguaje de la poesía consiste en eso. Por tal camino iba César Vallejo cuando afirmaba que para renombrar la realidad no era necesario encontrar nuevas palabras sino nuevas metáforas.
Entre la mera crónica y lo poético hay un abismo. Si el arte fuera igual que la vida, no tendría razón de existir.

Marcelo Di Marco

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