viernes, 4 de junio de 2010

Belleza en Kafka

En su rigor,
en el aroma a suave
vidrio que separa
los ojos del jardín esmeradamente incompleto,
por las nubes
bajas,
y el cantero ordinario de inoxidables margaritas.
En su llanto
detenido
por la cómoda sinrazón
de un corazón que no se detiene
ni aun en sueños
aplicados
sobre el lomo absurdo
de un libro abierto,
cerca del piano,
encima de la silla,
al lado de un sombrero
de lienzo azul oscuro,
de esos que usó alguna vez
el hombre pequeño
de encorvada espalda
cuyos nudillos
golpeaban
las puertas de roble cerradas
en las roncas tardes;
buscando
aromas,
buscando sendas en donde
usar las huellas de unos pies pequeños
y penosos
en donde abrumarse
con la llovizna
húmeda
de Praga.
Allí, en la defensa labrada
de un balcón de madera
a la intemperie
mientras la pluma
con tinta negra
corregía
números y letras
no mayores a este
invierno
que destroza con su vientre
el forzado dolor
de un padre
que no golpea, ni detiene
su equipaje,
ni saborea un cigarro amargo
en la comisura floja
de unos labios a punto
de estallar.
Allí, en el balcón colgado
encima de la cabeza
de un joven
que languidece
en el oficio terrestre de
arrastrarse,
mientras los demás sumergen
sus dientes en
los días porvenir.
La suavidad,
de una noche de lechosa lectura,
de una noche cerrada
en las muescas prolijas
del picaporte
que cierra
a cada hombre.
La suavidad,
de una cama húmeda,
flojos los hierros,
los bordes de las sabanas
con filigranas
y extraños y mudos
orificios
hacia la seda y la sangre
del helecho
que humea de sueños
en los sueños.
Y en el dormitorio
de al lado,
separados por una pared
con guiños y mohines
y verrugas
del tamaño
de la cara
de la vecina
que husmea
cuando abre y descubre
que los de al lado
no son importantes
para su vida,
que no son su vida,
ni su vida
tal como la presupone ella,
es bien diferente
de los hábitos y las pequeñas
simulaciones de los que viven
al lado,
con sus ruidos
y sus misterios,
con la poca prestidigitación,
con lo poco de harina
que hay en la alacena
para amasar un mendrugo
de pan duro,
mojarlo en la tibia
taza que besa
sus labios
secos de chistes necios
y bromas
para nadie,
y el líquido baja
por dentro,
en la negrura
de una existencia
que nadie conoce
por que nadie hay
que se aventure por esos pasillos
ensalivados y negros
buscando una puerta
equivocada
para abrir.

Jorge Gómez