Para los amerindios, el uso de las palabras implica una responsabilidad social que no es una elección. El que escribe tiene una responsabilidad política con respecto a su comunidad y al mundo en el que vive. No hay diferencias jerárquicas, desde el yuyo hasta el más elder (los viejos) son la comunidad; en las ceremonias siempre tiene que haber, por lo menos, un niño y un elder. El hombre tiene, a lo largo de su vida, todas las edades.
Hoy murió un niño, todos los días muere un niño, nosotros continuamos, tenemos que continuar, la vida no se detiene, pero la mirada sí debe detenerse. La mirada tiene que contar porque las palabras son la historia de una comunidad.
Ezequiel empezó a trabajar a los cuatro años, si no antes, es decir, creció de golpe, como muchos chicos en nuestro país, no tuvo infancia ni posibilidades de elegir. Hoy veo chicos de diez años cargando carros enormes a las doce de la noche y sé que un cuerpo es un cuerpo y que cada golpe no es gratuito.
Es tan simple, que no admite una visión política, hoy y siempre las cárceles están pobladas de pobres, como en Estados Unidos están llenas de negros. Las respuestas a la vida que llevamos la tenemos allí, a la vista, no hace falta abrir un diario, sobre todo porque sabemos que nos ocultan la verdad, el caos.
A veces es bueno pensar que todo va bien, es sano, pero si dejamos que eso se convierta en una muralla, en una ilusión ideológica, nos vamos a perder en nosotros mismos, vamos a perder nuestra pertenencia a la comunidad y nunca vamos a poder encontrarnos; nada que el consumo o el éxito pueda darnos, nada en nuestra vida personal podrá llenar el terrible agujero entre nuestro ser particular y nuestro ser específico, nuestro ser social.
Para los amerindios, cuando uno se va de su hogar, de su verdadero hogar, deviene la locura.